¿Te sobran unos kilos? Sobre la historia de la grasa
Hace un tiempo, aquí en la Tierra no existía la vida. El planeta era un caos de aguas cargadas de sales, suelo rico en minerales y erupciones volcánicas liberando aún más compuestos sólidos y gaseosos. Era un entorno lleno de potencial, de nutrientes. Una especie de semilla u óvulo. Desde la perspectiva oriental, diríamos que tenía mucha energía yin.
La materia jugaba y experimentaba consigo misma. Se daban reacciones diversas aprovechando la energía solar y las altas presiones. Empezaban a formarse las moléculas que se convertirían en los primeros aminoácidos, que después formarían proteínas que a su vez darían paso a los primeros indicios de material genético, y muchos otros compuestos. Pero de momento sólo era materia inanimada.
Sin embargo, cuando este metafórico óvulo estuvo maduro, vino de los cielos la energía yang fecundadora, la chispa de la vida, y se produjo el milagro. Y de repente la materia inanimada empezó a ser “cosas” vivas.
Dicen que uno de los ambientes especialmente buenos para el desarrollo de la vida fueron algunas masas de agua tibia. Dentro del mar, en algunas zonas se abrieron paso corrientes templadas provenientes de grietas, formando una especie de columnas de aguas termales dentro del agua común, más fría.
Los organismos que empezaban a desarrollarse estaban cómodos en las aguas termales, pero tenían dos problemas principales. Por una parte, les costaba mantener cohesionada su propia materia. Eran seres fundamentalmente acuosos, como bolas microscópicas de gelatina con pequeños orgánulos dentro. Si se descuidaban, se disolvían. Por otro lado, estaban limitados a existir únicamente en las aguas calientes, puesto que perdían energía rápidamente si pasaban al medio frío y aún no eran capaces de volver a calentarse por sí mismos.
Es aquí cuando ocurre uno de los milagros ─uno de tantos─ de la evolución: la grasa. Los primeros seres forman una pared alrededor de sí mismos. Establecen un claro límite entre su ser y el entorno, un límite estable y protector que se convierte en una línea de defensa vital. La materia que conforma esta pared no es otra que la grasa. Y no sólo sirve para mantener organizado y separado el interior y el exterior, sino que además funciona bien como aislante térmico.
Para qué sirve la grasa
Es la capa de grasa protectora lo que permite a la vida emerger a medios variados y desarrollarse.
Hasta el día de hoy, la pared celular de todas y cada una de nuestras células está hecha de grasa. De colesterol concretamente, pequeños “ladrillos” de colesterol unidos por proteínas. El corazón se rodea de una capa de la mejor grasa que haya en el organismo, y nosotros como personas también mantenemos una capa de grasa que nos ayuda a mantener la temperatura corporal, a tener reservas de energía e incluso a amortiguar golpes o presiones físicas.
Incluso tenemos una capa más de grasa fuera del cuerpo: el manto lipídico que recubre toda la piel y tiene un rol esencial en mantenernos hidratados y con una microbiota saludable.
La grasa no surge de la nada. En aquellos primeros tiempos parece que los primeros organismos fueron capaces de captarla del entorno y adosársela, pero cuando nos fuimos volviendo más complejos ese mecanismo dejó de funcionar y pasamos a depender de ingerirla en la dieta. La capacidad de almacenarla, la capacidad de engordar, fue otro éxito evolutivo importantísimo.
En los tiempos de las cavernas, cuando no existían las tiendas y cada día era una incógnita si ibas a comer o no, el carecer de reservas energéticas era un serio problema. Hay animales con mucha capacidad de almacenamiento, como los osos o las ardillas, que pueden pasar el invierno hibernando gracias a la grasa acumulada. Otros animales no han aprendido a engordar, como algunas aves y felinos. Estos animales no acumulan reservas: sólo tienen tanta energía como coman. Si están dos o tres días sin comer pueden verse en apuros incluso siendo jóvenes y en perfecto estado de salud porque, literalmente, no tienen energía para cazar alimentarse.
Los humanos, no muy depredadores, optamos por almacenar y conseguimos la capacidad de engordar. Todo un triunfo y una comodidad.
Ahora hemos cambiado de vida. Acumulamos en exceso, no lo gastamos y nos termina perjudicando. Hay dos razones principales para desarrollar y mantener obesidad: la mala educación alimentaria y la sensación, consciente o no, de estar en peligro. A mayor sensación de peligro, más defensa necesitamos; más gruesa debe ser nuestra frontera entre el yo y lo demás.
Si queremos perder el exceso de peso, y dejar de comer compulsivamente, o con ansiedad, o buscando intuitivamente el tipo de comida que no nos conviene, debemos afrontar un proceso integral. Más que hacer dieta, tenemos que cambiar nuestras ideas sobre la comida y la cocina y llegar de manera natural y cómoda a una alimentación más saludable. Vivir a dieta, por un tiempo o indefinidamente, con sensación de privación y sacrificio, no funciona. Si hacemos el cambio mental, el cambio en el plato viene solo y es agradable y fácil.
Asimismo, para tener éxito es necesario estudiar qué pasa en nuestras emociones para hacernos creer que necesitamos toda esa barrera defensiva de grasa. Encontrando el conflicto y dándole un nuevo cauce, también será natural que dejemos de comer compulsivamente y nuestros niveles de ansiedad se reduzcan.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!