alcoholismo

Una historia de alcoholismo

Ramón (nombre ficticio) era fontanero. Venía de una familia normal, humilde, trabajadora. Aprendió el arte de las tuberías y trabajó con Fulanito y Menganito hasta establecerse por su cuenta. No le iba mal. De hecho, le iba bien. Le pillaron los años buenos de la construcción. No le faltaban proyectos y a menudo tenía gente a su carga. Cogió cierta fama en el mundillo y se ganó la fama de buen profesional.

Se casó con su novia de toda la vida, Lucía. Se compraron un piso cómodo. No lujoso, pero de los que se consideran “buenos” en el mundo obrero. Pronto tuvieron una hija, Sandra.

Ramón seguía viento en popa profesionalmente, ahora con un establecimiento donde recibir al público y una buena agenda de contratistas que le llamaban para sus obras como el fontanero de confianza. Parte de su trabajo empezó a consistir más en relacionarse que en soldar tubos de cobre. Acceder a los mejores proyectos y los mejores márgenes pasaba por conocer a Zutanito y caerle bien, y esto ocurría invariablemente en las más consolidadas salas de diplomacia de este país: los bares.

Ramón podía permitirse unas cuantas noches de cubalibres al mes, tenía dinero. Otros eran más de por la tarde, de comer y luego hablar de los negocios con el café y la copa. También los había aficionados al vermut de media mañana y a los vinos de antes de cenar. Al final, bebida a todas horas.

Poco a poco, Ramón empezó a beber cantidades alarmantes de alcohol, y a gastar cantidades de dinero igualmente alarmantes. Pero las cosas iban bien. Podía pagarlo, y podía pagar también a un fontanero subcontratado que hiciera su trabajo cuando él estaba demasiado perjudicado.

Lo que no pudo subcontratar fue un organismo limpio, claro. Las relaciones sexuales con su mujer empezaron a deteriorarse en calidad y cantidad. De hecho, cada vez tenían menos y peores relaciones de todo tipo. Y su hija tampoco quería pasar tiempo con él, como si sintiera vergüenza de su padre. Pero bueno: la mujer estaría menopáusica y la hija, ya se sabe, la edad del pavo. Porque para el resto del mundo, Ramón era un tipo muy alegre y muy sociable siempre dispuesto a charlar y tomarse una copa con cualquiera y pasar un buen rato.

¿Bebía demasiado?

Eso era algo que la sociedad, entre risas de aprobación y admiración, no encontraba problemático.

Pasa el tiempo. Ramón no sólo está cada vez en peores condiciones, sino que ha venido la crisis y ya no hay obras. Lucía se divorció de él, porque vivir con él se había vuelto imposible, en todos los niveles. Como compañero era un peso muerto, y en lo económico se gastaba el dinero que ya no tenía, hasta que Lucía le dejó para poder comer. En cuanto a Sandra, la hija, llevaba años sin hablar con él y ni siquiera le invitó a su boda.

Ramón seguía con la fontanería, pero el tiempo de las grandes obras había quedado atrás. Ahora hacía chapucillas aquí y allá para particulares. Ya no ganaba había buenos márgenes de beneficio, sino que trabajaba a cambio de un bocadillo y una botella de vino, o sólo la botella de vino si había que elegir.

No tenía casa. Dormía en cuadras o edificios abandonados por aquí y  por allá hasta que lo echaban. De vez en cuando se lavaba un poco en una fuente. Usaba la misma ropa todos los días, hasta que alguien le regalaba alguna pieza nueva. Al principio, esta vida le daba un poco de vergüenza. Luego ya no. Todo el mundo sabía cómo vivía y él aceptó y asumió la degradación. Se encontraba débil y a menudo con temblores. La gente decía que cualquier día aparecería muerto en una cuneta.

Ramón, desde niño, se había sentido solo. En una capa muy profunda. Aparentemente no era un problema, fue viviendo con ello. No hacía falta hacer terapia. De joven, viendo cómo se relacionaba él con su familia y cómo lo hacían los demás con sus familias, vio que había diferencias. Pero no parecía un problema, él hacía las cosas a su manera. No era necesario investigar y corregir nada. Más adelante, cuando vio que el alcohol se le iba de las manos, pensó que no era para tanto. Todo el mundo bebe, y podría dejarlo cuando quisiera, no era necesario buscar ayuda para dejar de beber alcohol.

Cuando tocó fondo, sin familia, sin hogar, sin dinero, sin alegría, pensó que decididamente tenía un problema pero que ya era tarde, que ya daba igual y que seguramente no habría solución para su caso.

A veces necesitamos décadas para entender una sola cosa. O la vida entera. La vid nos manda una oportunidad tras otra de hacer cosas por conseguir un cambio, pero las vamos dejando pasar, llegando a extremos realmente lamentables.

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